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Malecón de La Habana, un muro hacia el hotizonte |
¿Qué significa irse de Cuba?
Carta de un joven
que se ha ido
En los
últimos días una carta pública de un joven inmigrante de 28 años, residente en
Bulgaria, se ha convertido en un suceso en la blogosfera cubana. La misiva de
Iván López Monreal, titulada "Carta de un joven que se ha ido", fue
redactada en respuesta a una escrita por el académico cubano Rafael Hernández,
director de la revista Temas, y que realizan estudiantes universitarios de la
isla
En su
"Carta a un joven que se va", Hernández, asume la defensa de los
valores del sistema socialista cubano y enarbola las "conquistas
revolucionarias" frente al descreimiento de los jóvenes que han decidido
partir a otros horizontes en busca de mejor futuro. López Monreal rebate los
argumentos del académico con la mirada de una generación que quiere dejar atrás
la retórica del pasado y vivir el presente, con todos los retos y vicisitudes
de un mundo diferente.
Es el
choque de dos visiones que se debaten hoy al centro de la sociedad cubana y su
diáspora. La discusión tiene de trasfondo la política migratoria y el creciente
clamor de los ciudadanos cubanos a entrar y salir de su país sin los agobiantes
e irracionales permisos gubernamentales.
CARTA DE UN JOVEN QUE SE HA IDO
Por Ivan López Monreal
Estimado Rafael Hernández,
He leído con mucho interés su “Carta a un joven que se va”. Me he sentido
aludido, porque hace dos años me marché de Cuba, tengo 28 años y vivo en
Pomorie, una ciudad balneario situada en el este de Bulgaria. La razón por la
que le escribo es para intentar explicarle mi postura como joven cubano
emigrado. Sin solemnidades ni verdades absolutas, porque si algo me ha enseñado
dejar mi país, es descubrir que esas verdades no existen.
Puede que algunos de los que nos hemos marchado en los últimos años (somos
miles) tengan claro el momento en que decidieron hacerlo. Yo no. Lo mío fue
progresivo, casi sin darme cuenta. Empezaría con ese recurso tan cubano que es
la queja. Por nimiedades, tal vez. Por lo que no hay, por lo que no llega, por
lo que pasa, por lo que no pasa, por no saber. O no poder. La queja no es
grave, lo grave es que se cronifique
como una enfermedad cuando nada parece resolverse. Y uno puede aceptar que eso
es así, y es tu país para lo bueno y para lo malo, o pasar a la siguiente
categoría, que es la frustración. O sea, descubrir que la solución a la mayoría
de los problemas no está en tus manos. O no te permiten hacerlo. O aún más
triste: no parece importar.
Abandonar o permanecer en tu país es una decisión muy personal que nunca debe
juzgarse en términos morales. Yo elegí este camino porque quería un futuro
diferente al que veía en Cuba, y salí a buscarlo consciente de que podía salir
mal, pero quise correr ese riesgo. No voy a mentirle diciendo que fue doloroso.
No lloré en el aeropuerto. Todo lo contrario, me alegré. Le digo más, me
liberé.
Tiene usted razón cuando dice que mi generación carece de esos lazos
emocionales que generan experiencias como Playa Girón, la Crisis de Octubre o
la guerra de Angola. Pero no se equivoque, yo también he tenido mis epopeyas. A
lo mejor no tan épicas, pero sí igual de demoledoras. En estos veintidós años
que menciona, he visto degradarse el país por el tanto lucharon mis padres. He
visto marchar a mis maestros de primaria y secundaria. He visto a familias
discutir por el derecho a comerse un pan. He visto el malecón lleno de gente
nerviosa gritando contra el gobierno, y gente aún más nerviosa gritando a su
favor. He visto a jóvenes construyendo balsas para huir quién sabe a dónde, y a
una turba lanzando mierda de gato contra la casa de un “traidor”. Incluso,
Rafael, he visto a un perro comiéndose a otro perro en la esquina habanera de
27 y F. Y también he visto a mi padre, que sí estuvo en Angola, con el rostro
pálido, sin respuestas, el día que un custodio de hotel le dijo que no podía
seguir caminando por una playa de Jibacoa (frente al camping internacional) por
ser cubano. Yo estaba con él. Yo lo vi. Tenía diez años, y un niño de diez años
no olvida cómo la dignidad de su padre se va a la mierda. Aunque haya vuelto de
una guerra con tres medallas.
Me habla usted de las conquistas sociales de la Revolución. De la educación y
la medicina. Voy a hablarle de mi educación. Tuve buenos maestros, y cuando se
marcharon fueron sustituidos por otros menos preparados que, a su vez, fueron
reemplazados por trabajadores sociales que escribían experiencia con S y eran
incapaces de señalar en un mapa cinco capitales de Latinoamérica (esto no me lo
contaron, lo viví). Mis padres tuvieron que contratar maestros privados para
que yo aprendiera de verdad. No lo pagaban ellos sino una tía mía radicada en
Toronto. De modo que si somos honestos, buena parte de la formación que tengo
se la debo a los clientes del restaurante griego donde trabajaba mi tía. Pero
hay más. En tiempos de mi hermana mayor era extremadamente raro que un alumno
sacara una nota de cien. En mi época el cien se volvió algo común, no porque
los alumnos fuésemos más brillantes sino porque los profesores bajaron sus
exigencias para maquillar el fracaso escolar. ¿Y sabe una cosa? Yo tuve suerte,
porque los que venían detrás de mí en vez de maestros tuvieron un televisor.
De la medicina poco tengo que decirle porque usted vive en Cuba. Y salvo el
hecho de mantenerse la gratuidad, cosas que admito sigue siendo meritoria, el
estado de los hospitales, la precariedad de unos médicos mal pagados y la
creciente corrupción empujan cada vez más al sistema de salud hacia ese tercer
mundo del que tanto hizo por alejarse. Y lo cierto es que, hoy en día, un
cubano que maneje divisas tiene más posibilidades de recibir un tratamiento
mejor (haciendo regalos o incluso pagando) que uno que no lo tenga, aunque sea
de forma ilegal. Y aunque la constitución diga otra cosa. Por triste que
resulte admitirlo, Rafael, la educación y la medicina de la que disponen los
cubanos de hoy es peor que la que disfrutaron mis padres.
Usted dice que el país hace un gran esfuerzo, que existe un embargo. Y yo le
respondo que también existe un gobierno que lleva cincuenta años tomando
decisiones en nombre de todos los cubanos. Y si estamos en el punto en el que
estamos, lo más sano es que admitiera que no ha sabido, o no ha podido, o no ha
querido hacer las cosas de otra forma. Por la razones que sea. Porque el
fracaso también está cargado de razones. Y en vez de atrincherarse con sus
figuras históricas en el Consejo de Estado, debería dar paso a los que vienen
detrás. Rafael, es muy frustrante para un joven de mi edad ver que en Cuba
llevamos 50 años sin que se produzca un relevo generacional porque el gobierno
no lo ha permitido. Y no hablo de que me den el poder a mí, que tengo 28 años.
Hablo de los cubanos que tienen 40, 50 o incluso 60 años y no han tenido nunca
la posibilidad de decidir. Porque las personas que hoy en día tienen esas
edades y ocupan puestos de responsabilidad en Cuba no han sido formados para
tomar decisiones, sino para aprobarlas. No son dirigentes, son funcionarios. Y
ahí incluyo desde ministros hasta los delegados de la asamblea nacional. Son
parte de un sistema vertical que no da margen para que ejerzan la autonomía que
les corresponde. Todo se consulta. Y contrario a lo que dice el refrán: en vez
de pedir perdón, todos prefieren pedir permiso.
Dice usted que en mi país se puede votar y ser elegido para cargos desde los 16
años. Y que la presencia de jóvenes delegados ha bajado desde los años 80 hasta
ahora. Incluso me advierte que si seguimos marchándonos, habrá menos jóvenes
votando y por tanto menos elegibles. Y yo le pregunto: ¿De qué sirve mi voto?
¿Qué puedo yo cambiar? ¿Qué han hecho los delegados de la asamblea nacional
para que me interese por ellos? Seamos sinceros, Rafael, y creo que usted lo es
en su carta, así que yo también quiero serlo en la mía, ambos sabemos que la
asamblea nacional, tal y como está concebida, solo sirve para aprobar leyes por
unanimidad. Resulta paradójico llamarle asamblea a una institución que se reúne
una semana al año. Tres o cuatro días en verano y tres o cuatro días en
diciembre. Y en esos días se limita a aprobar los mandatos del Consejo de
Estado y de su Presidente, que es quien decide lo que se hace o no se hace en
el país. Lamentablemente, yo no puedo votar a ese presidente. Y no sabe cuánto
me gustaría hacerlo.
Hace unos días escuché a Ricardo Alarcón confesarle a un periodista español que
él no cree en la democracia occidental “porque los ciudadanos solo son libres
el día que votan, el resto del tiempo los partidos hacen lo que quieren...”
Aunque fuera así, que no lo es (al menos no siempre, y no en todas las
democracias), estaría reconociendo que desde que yo nací, en 1984, los
electores en Estados Unidos, por ejemplo, ha tenido siete días de libertad (uno
cada cuatro años) para cambiar a su presidente. Algunas veces lo han hecho para
bien, y otras para mal. Pero esa es otra historia. Un joven de New Jersey que
tenga mi edad ya ha tenido dos días de libertad para, por ejemplo, echar a los
republicanos de Bush y nombrar a Obama. Los cubanos no hemos podido tomar una
decisión así desde 1948 (no incluyo las elecciones de Batista, por supuesto). Y
si usted me dice que la capacidad de nombrar a un presidente no es relevante
para un país yo le digo que sí lo es. Y más para un joven que necesita sentir
que se le toma en cuenta. Aunque solo sea por un día.
Usted probablemente piensa que los que nos marchamos elegimos el camino más
fácil, que lo duro es quedarse a resolver los problemas. Pero le tengo que
decir que mis abuelos y mis padres se quedaron en Cuba para pelearse con esos
problemas. Renunciaron a muchas cosas por la Revolución y hasta se jugaron la
vida por ella. Para darme un país avanzado, equitativo, progresista. Y el que
me han dado es uno en el que la gente celebra poder comprar un carro y vender
su casa como si fuera una conquista. Pero eso no es una conquista, es recuperar
un derecho que ya teníamos antes de la Revolución. ¿A eso hemos llegado? ¿A
celebrar como un éxito algo tan básico? ¿Cuántas otras cosas básicas habremos
perdido en estos años? Para mis padres es doloroso asumir ese fracaso, y no lo
quieren para mí. No quieren que con 55 años tenga un sueldo que no me alcance
para vivir, ni el sueldo ni la libreta. Porque no alcanza. Y no quieren que
para sobrevivir acuda al mercado negro, a la corrupción, a la doble moral, a
fingir. Prefieren que esté lejos. A los 28 años yo me he convertido en la
seguridad social de mis padres, ¿O cómo cree que sobreviven dos personas con
650 pesos? Sí, Rafael, hemos tenido que irnos cientos de miles de cubanos para
que nuestro país no quiebre. Lo que Cuba ingresa de nuestras remesas es
superior, en valor neto, a casi todas sus exportaciones.
Eso sí, el país ha perdido
juventud y talento, y en vez de abrir un debate realista sobre cómo parar esa
sangría, sigue anclado a un inmovilismo ideológico que no es otra cosa que
miedo al futuro. ¿Y qué hago yo en un país cuyos gobernantes le tienen miedo al
futuro...? ¿Esperar a que se mueran...? ¿Esperar a que cambien las leyes por
generosidad y no por convicción? ¿Qué hago yo en un país que sigue premiando la
incondicionalidad política por encima del talento? ¿A qué puedo aspirar si no
basta con lo que soy y lo que hago...? ¿A convertirme un cínico? ¿O me anima
usted a que dé la cara y diga lo que pienso? Algunos jóvenes de mi generación
ya lo han hecho, ¿Y dónde están? Recordemos a Eliécer Ávila, un estudiante de
la Universidad de Oriente que tuvo la valentía de preguntarle a Ricardo Alarcón
por qué los jóvenes cubanos no podíamos viajar como cualquier otro, y fue
represaliado por el sistema. Él no tuvo la culpa de que allí hubiera un cámara
de la BBC, ni de la respuesta ridícula que dio Alarcón (aquella barbaridad de
que el cielo se llenaría de aviones que chocarían entre ellos) Hoy Eliécer vive
marginado por razones políticas. Y no es un terrorista ni un mercenario ni un
apátrida, es un joven humilde, mulato, universitario, que cometió el error de
ser honesto. Qué triste hacer una revolución para terminar condenando a alguien
por ser honesto. ¿Para eso quiere usted que me quede, Rafael?
Dejar tu país y tu familia no es un camino fácil. Ni la solución a nada, solo
es un principio. Te vas a otra cultura, tienes que aprender otro idioma, pasas
momentos muy malos. Te sientes solo. Pero al menos tienes el alivio de saber
que con esfuerzo puedes conseguir cosas. Mi primer invierno en Bulgaria fue muy
duro, conseguí trabajo como transportista y pasé cuatro meses subiendo y
bajando lavadoras para ahorrar dinero y poder viajar a Turquía. Una ilusión que
tenía desde niño. Y viajé. No tuve que pedir un permiso de salida ni mi avión
chocó con ninguno. Pude cumplir el sueño de Eliécer. Y me alegro de haberlo
hecho. He conocido otras realidades, he podido comparar. He descubierto que el
mundo es infinitamente imperfecto, y que los cubanos no somos el centro de nada.
Se nos admira por algunas cosas igual que se nos aborrece por otras. También he
descubierto que irme no ha cambiado mis convicciones de izquierda. Porque lo de
Cuba no es izquierda, Rafael. Póngale usted el nombre que quiera, pero no es
izquierda. Yo estoy de parte de aquellos que buscan el progreso social con
igualdad de oportunidades y sin exclusiones. Pienses como pienses. Sin
sectarismo ni trincheras. Porque eso solo sirve para enfrentar a la sociedad y
sustituir verdades por dogmas.
Por último, Rafael, la casualidad quiso que terminara en un país que también
estuvo gobernado por un partido y una ideología única. Aquí no hubo revolución
de terciopelo como en Checoslovaquia, ni derribaron un muro como en Berlín ni
fusilaron un presidente como en Rumania. Aquí, como en Cuba, la gente no
conocía a sus disidentes. Aquí no había fisuras, y sin embargo, en una semana
pasaron de ser un estado socialista a una república parlamentaria. Y nadie
protestó. Nadie se quejó. No puedo evitar preguntarme, ¿Acaso pasaron 40 años
fingiendo? Desde entonces no han tenido un camino de rosas, han enfrentado
varias crisis, incluso la población ha llegado a vivir con peor calidad de la
que tenía en los años 80, pero curiosamente, la inmensa mayoría de búlgaros no
quiere volver atrás. Y eso que el socialismo que dejaron ellos era bastante más
próspero que el que hoy tenemos los cubanos. Pero en este país no piensan en el
pasado, piensan en el presente. En mejorar la economía, en resolver las
desigualdades (que las hay, como en Cuba), en combatir la doble moral, los
personalismos y la corrupción que generó el estado durante décadas.
El día que ese presente importe en Cuba, no tenga duda, nos veremos en La
Habana.
Pomorie, Bulgaria, agosto de 2012
Fuente: cafeFuerte.com