La miseria
no conoce de colchones
Por Amelia María Doval
Si la imagen del che como parte de la compañía mercedes Benz fue un impacto que provocó la condena de la sociedad cubana en el exilio, no dejó de ser menos aberrante la visión de una noticia publicada en The Miami Herald. El presidente de City Furniture, Keith Koening, ha enviado a Cuba dos colchones para que el descanso del Papa sea lo suficientemente cómodo en su viaje a la isla.
Cuando un visitante llega a casa queremos, por costumbre, ofrecerle lo mejor y si somos descuidados optamos por barrer el centro para que no vea lo que en el diario vivir vamos dejando, eso exactamente están haciendo en Cuba. Lo curioso es que para ello se han apoyado en la comunidad cubana el exilio y en ciudadanos americanos que visualizando una entada mercantil en zona no explotada, van dejando huellas como carta de presentación.
No estoy en contra de ofrecer agasajos al Papa Benedicto XVI, estoy haciendo uso de mis derechos como ciudadana del mundo y como cubana para reclamar la necesidad de hablar con la verdad. ¿Conocerán en algún momento los embajadores de buena voluntad que propician el peregrinaje, las carencias de los cubanos? ¿Sabrán ellos que en Cuba una familia trabajadora, universitaria, de buena conducta, intachables seres humanos con deseos de aportar a la sociedad descansan cada noche en un colchón que puede tener más de 60 años de uso ininterrumpido y sobre el cual han dormido tres y cuatro generaciones? ¿Podrán imaginar los visitantes de pocos días que ha habido niños cubanos que al nacer han dormido dentro de una gaveta de un mueble familiar, por falta de cuna?
Estas no son palabras agrias, son imágenes reales que aún se guardan en la memoria. Podría preguntarle al señor Keith Koening y su esposa si conocen que el llamado pimpampum, una estructura metálica que sostiene una lona, ha servido durante generaciones de única versión de cama para muchos cubanos, motivo por el cual el padecimiento de columna y la presencia de escoliosis son generalizadas en la población.
Tener una "colchoneta", minúsculo colchón de dos pulgadas de ancho, pudo ser un lujo para algunos, y en el campo descansar en hamacas de sacos de yute no constituye un recuerdo ni un placer, sino el único mueble de un cuarto. En algunos lugares, no lejos del lugar donde se reunirán los feligreses, hay familias que se turnan porque de noche no todos caben en el mismo espacio, ni en la misma cama.
En cualquier casa cubana podemos encontrar un viejo colchón de muelles que en un acto de auténtica rebeldía ha dado rienda suelta a los alambres, dejando un orificio por el que escapa la "guata" convertida en bloques de una dureza indescriptible. La "corteza" que cubre esa reliquia ha sufrido el peso de múltiples cuerpos que han dejado su huella dentro de sus hilos. Estas son las esperpénticas instantáneas que jamás se muestran por pudor, por orgullo y porque tenemos un sistema muy hábil en sus maneras de ocultar la miseria.
Todos los ciudadanos del mundo tenemos el derecho de ansiar estar cerca de la figura papal, no importa el lugar donde se encuentre; lo incorrecto es permitir con nuestra presencia y silencio que se afiance la imagen de desarrollo, igualdad y respeto dentro de un país que vaga con su desgracia al hombro, porque no ha reconocido otra manera de vivir. Entonces nos preguntamos cómo el pueblo cubano es incapaz de levantar su voz en contra de quienes lo pisotean, la respuesta está ante nosotros: pocos han venido a criticar el régimen, sino a aplaudirlo, pocos han llegado a descubrir la verdad sino a echar sobre ella el polvo de la duda, quién nos va a creer, quién no va a extender la mano cuando estemos a punto de caer.
Dios no castiga, enseña. Nuestros gritos han sido silencio y es que el dolor del pecado de sumisión no nos ha permitido alzar la cabeza para que la voz salga más allá del pecho. Un pueblo privado del derecho de creer y agradecer, hoy se reúne bajo el sol y el calor, vestido con su miserable vida para en el silencio de la cobardía pedir por un instante de vida. Confiemos en que la presencia del Papa Benedicto XVI sea una razón y no un aplauso unánime de aceptación que implique más años de morir sin esperanzas.