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EL GIGANTE RIVERO
- Por Néstor Carbonell Cortina
Así le llamaba mi padre a José Ignacio Rivero, no sólo por su estatura física,
sino también por su altura moral. Gigante en Cuba, resistiendo con entereza las
rojas embestidas de la tiranía malvada, y gigante en el destierro, luchando sin
desmayo por el rescate de la patria esclavizada.
Muy joven tuvo que asumir la dirección del Diario de la Marina, bastión de
añejas tradiciones culturales, y llenar el enorme vacío que dejó ese adalid del
periodismo indoblegable, chispeante y medular que fue su ilustre padre, Pepín
Rivero. José Ignacio asume esa responsabilidad sin titubeos, pero con humildad.
Reconociendo que le faltaba la experiencia que sólo dan las vicisitudes de la
vida y los años, se rodea de asesores eminentes y de periodistas brillantes,
entre los cuales descuella su jefe de redacción, Gastón Baquero. Sabe escuchar,
que es la mejor manera de aprender, y sabe decidir con la preparación necesaria
para acertar. Así va madurando en la dirección del periódico, y se va
perfilando el liderazgo cívico que le tocó ejercer en años posteriores.
Durante el régimen de Batista, José Ignacio aboga por el diálogo civilizado y
la salida electoral. Le preocupa la intransigencia estéril que polarizaba a la
ciudadanía y minaba la República, y advierte previsoramente que la violencia
desatada podría quebrar los diques institucionales y abrirle paso al
radicalismo avasallador. La previsión no es un fenómeno físico; sino anímico;
es la luz intuitiva que anticipa el porvenir, despeja el horizonte, y alerta. Y
a José Ignacio Rivero no le faltó previsión, ni con Batista ni con Castro.
Aunque no comulgó con el seudo-redentor de la Sierra Maestra, José Ignacio y el
Diario no condenan ni censuran a priori al gobierno revolucionario y a su
Máximo Líder, ensalzados por el pueblo delirante. Les extiende sus buenos
deseos, en la esperanza de que cumpliesen la promesa de restaurar la paz con
libertad. Para desdicha de los cubanos, el régimen pronto comienza a frustrar
esa esperanza, y el Diario, bajo la dirección de José Ignacio, alza su voz de
alarma al ver que lo que rige es el odio que divide, la mentira que envenena y
el terror que anonada.
El 8 de marzo de 1959, tres meses después de la llegada de Castro a La Habana,
José Ignacio me dio la oportunidad de publicar un artículo en el Diario
titulado “La Nueva República”. Preocupado por el rumbo autoritario
de la revolución, abogo en él por el imperio de la ley, señalando que, sin esa
garantía, el ciudadano es “un ilota miserable carente de derechos”, y sin ese
freno, “los gobernantes se corrompen y degeneran, convirtiéndose a veces en
verdaderos monstruos obsedidos por la codicia y la frenética ambición de
poder.” Planteó asimismo la necesidad de conformar el programa revolucionario
con los preceptos de la Constitución de 1940 –leitmotiv de la lucha contra
Batista.
Lo importante no fue lo que escribí, sino lo que en un discurso, cinco días
después, Castro contestó –no a mí, mozalbete de 23 años que sólo representaba a
mi conciencia sino al imponente Diario de la Marina que se erguía como guardián
de las libertades. Dijo Castro; “Nos hablan mucho de Ley, pero ¿de qué Ley? ¿De
la vieja….que hicieron los intereses creados, o de la nueva…que vamos a hacer
nosotros? Para la ley vieja ningún respeto; para la ley nueva todo el respeto.”
En cuanto a la Constitución de 1940, agregó: “Si algún artículo resulta
inoperante, demasiado viejo, el Consejo de Ministros….transforma, modifica
cambia o sustituye ese precepto constitucional.”
Se hizo patente para los pocos no cegados por el embrujo revolucionario que la
República se encontraba sometida a la voluntad omnímoda de un tirano. Pero José
Ignacio ve más lejos que eso. Observa que no se trataba de un tipo de tiranía
caudillista como las que había padecido nuestra América, sino de un engendro
totalitario y foráneo que promovía el despotismo político, la lucha de clases,
la colectivización económica y el lavado cerebral. Es entonces que el Diario
denuncia con claridad y sin miedo, con razones fundadas y sin denuestos, el
marxismo-leninismo enmascarado del régimen de Castro, y emprende su gran
cruzada en pos de la democracia representativa, anclada en las tradiciones
cubanas y cristianas.
José Ignacio no fue, desde luego, el único de los periodistas preclaros que se
enfrentó a la satrapía comunista, arriesgando su empresa y su vida misma.
Sergio Carbó, Humberto Medrano, Guillermo Martínez Márquez y Luis Aguilar León,
entre otros, también blandieron su sable con valor y dignidad en la histórica
contienda. Pero ninguno afrontó más insultos, amenazas y atropellos que José
Ignacio Rivero. Y sólo “Pepinillo” –como Castro le llamaba despectivamente tuvo
que sufrir el escarnio del estribillo burlón que las turbas amaestradas
corearon en el entierro simbólico del Diario de la Marina: “A llorar a Pepín
Rivero, zumba, canalla extranjero”.
Marcha al exilio, no para lamentar su infortunio ni para exhibir sus méritos
como héroe de la libertad de prensa, sino para despertar las conciencias
aletargadas y recabar el apoyo internacional necesario para redimir a la patria
cautiva. En ese empeño, pone su pluma y su prestigio al servicio de la causa, y
se esfuerza por unificar a los cubanos sin ambiciones bastardas ni
protagonismos pueriles. Sufre amarguras y decepciones, pero mantiene incólume
su decoro y sus principios. Al comprobar que el gobierno español persistía en
coquetear con el régimen de Castro, le devuelve la Gran Cruz de Isabel la
Católica que le había otorgado. Con hidalguía y mesura, actuó este Caballero de
la Triste Figura.
Llega José Ignacio a los 90 años con la pluma en ristre, frágil de cuerpo, pero
firme de espíritu. Continúa escribiendo en el Diario las Américas, tribuna
solidaria de las causas nobles, y sostén invariable de la Cuba del destierro.
Evoca lo mejor de nuestro pasado, no con la ilusa pretensión de revivirlo, sino
con el propósito de reencontrar nuestras raíces, cercenadas por el comunismo, y
extraer de ellas enseñanzas luminosas para el futuro. Insiste en la liberación
total de nuestra patria, y no en meros cambios cosméticos con concesiones
económicas y artificios políticos, y trata de evitar los ataques personales y
las polémicas infecundas.
Recién publicado su último libro, se desploma este gigante de la resistencia
primigenia y campeón de la libertad. No le faltó el cariño de sus hijas y demás
familiares, ni la compañía de entrañables amigos, encabezados por su fraterno
Oscar Grau. Pero le faltó su amada esposa, Mariíta, quien partió poco antes de
que él cerrara sus ojos, y le faltó Cuba, que fue su obsesión y su sueño.
Al fallecer en 1944 el inolvidable Pepín Rivero, exclamó Cortina en su
panegírico: “Tú estás vivo!...Porque cada uno de nosotros te conserva en el
corazón. Porque la institución que tú dejaste tendrá como permanente mandato de
honor el seguir tus altas inspiraciones, a través de todos los tiempos y de
todas las circunstancias!” Y así fue, gracias a José Ignacio Rivero.
A él le digo en mi sentida despedida: “Enalteciste tu estirpe, cumpliendo a
cabalidad el mandato de tu padre. Te enfrentaste a visera descubierta a las
hordas comunistas sin más armas que tu recio carácter y a cruz de Cristo. Y lo
perdiste todo en el combate, todo, menos el honor. Tú mereces el reconocimiento
de la patria agradecida, el recuerdo imperecedero de los cubanos de buena
voluntad, y un balcón en el Cielo que te permita ver en su día la alborada de la
libertad en la isla que tú tanto quisiste y por la que tanto luchaste.
¡Adiós, compañero de ideales y esperanzas!
José Ignacio Rivero
Luis Mario
Cuando
el fruto se hizo sal,
cuando el día se hizo noche,
su palabra fue un derroche
de conciencia nacional.
Triunfó el eclipse del mal
y hay negruras todavía.
Pero con la valentía
de voces como la suya,
habrá gritos de aleluya
anunciando el nuevo día.
Reproducido del Diario Las Américas, Miami